viernes, 10 de julio de 2015

La Casa de los 7 Muertos: mi versión de los hechos





                              LA CASA DE LOS SIETE MUERTOS
 






                                                          1
 

Papá dice que hay sucesos históricos que han sido tachados de leyendas por los
cronistas. Acá, en España, la Guerra Civil trajo numerosas leyendas.
 

Mi papá imagina que esos señores, de modales conservadores y salvapatrias de
boquilla, no soportarían la vergüenza de un pueblo que se defendió de las armas con armas
allá en julio de 1936 y que sumió una nación entera a la hambruna y la violencia hasta
muchas décadas después. Una nación que parió leyendas negras en cada alcoba; que
disfrazó salones y plazas en patíbulos; que cambió vida por muerte. Así que retorcieron
impúdicamente los hechos para diluir la deshonra con el transcurso sordo de los años.
 

Mi papá cuenta que los hombres levantaron armas en ristre a ambos lados de las
trincheras sin siquiera esclarecer el color de sus banderas; a decir verdad, duda siquiera
que esos pobres desgraciados supieran discernir uno u otro tono. Dice que no sabían leer
ni escribir y que, los que sabían, estaban al abrigo del plomo y el frío. Y, claro está, por
no hablar de ideologías y todo ese rollo que, a mi edad, poco me importa. Aunque mi
abuela Pepa se empecine en que debo aprender del pasado para no cometer los mismos
errores en el presente.
 



¿Y en qué podría yo influir? A mí este aspecto me hace mucha gracia. Porque, ¿te
imaginas a una niña como yo, nacida en Pérez Cubillas, pululando por la Moncloa con sus
ministros y secretarios? De otra manera, no se me ocurriría cómo podríamos incidir en
aspectos tan cruciales para un país. Aunque, puedo atestiguarlo, mi hermano pequeño,
Lorenzo, tiene la extraña habilidad de prorrumpir en una buena pataleta y desquiciar a
decenas de personas si se lo propone.


Me llamo Sara, y tengo catorce años.
 

Pese a todo, mi padre dice que aparento dieciséis. ¡También dice que tengo cuerpo
de mujercita! No lo sé. La verdad es que odio mirarme al espejo; ¡tengo la cara abultada y
descolorida por el acné! No obstante, obviando este terrible incidente, creo que soy
hermosa: la pelambrera me cae por los hombros, oscura e indomable, y se me forman
bucles ante mis ojos de color azabache. Los chicos me han dicho que saldré en las
telenovelas que emiten tras los almuerzos cuando sea mayor. ¡Diantres, qué vergüenza!
Aunque en el fondo también me halaga. Mi abuela dice que soy una <<niña pedigüeña>>,
pero… a decir verdad, aún no sé qué significa.
 

Todos los veranos vengo de vacaciones a su casa; la de mi abuela, claro.
 

Está cerca de la marisma, por lo que la brisa refresca cada rinconcito del hogar.
Sin embargo, he de reconocer que cuando el sol se pone, los mosquitos zumban a sus
anchas hasta que aterrizan en las palmas de las manos o la piel para molestia de todos los
habitantes de la Gavilla. A veces, estos insectos están horas aleteando en torno a las
bombillas. Es algo que he observado. Con todo, es un barrio muy bonito de casuchas bajas
y aceras hormigonadas.
 

En la enorme casa mi habitación está en la planta baja, frente al dormitorio de mi
tío y su despacho adosado, aunque él se empeñe en denominarlo <<cuarto de las
herramientas>>. También hay una gran cocina, una despensa, dos salones y un baño.
 

Os hablaré de mi tío: es albañil y, según mi abuela, esta gran casa la construyeron
mi abuelo y él con la fuerza de sus manos y agudeza de sus ingenios, cuando aún mi abuelo
vivía.
 

En el vecindario atestiguan que mi tío es una suerte de ermitaño; por el
comportamiento huraño y hosco que muestra con los demás. Para mí, es sólo una fachada
que apenas se sostiene cuando me ve. ¡Es el mejor del mundo!
 

Todas las semanas, sin excepción alguna que valga, cuando visitamos a mi abuela
en otoño e invierno, mi tío Victoriano nos tiene preparado un Heman o Barbie (para mí y
mis hermanos) para delirio de nuestros sueños.
 

Mi abuelo... ese es otro episodio aparte. Hay noches en que lo recuerdo, con una
especie de melancolía y anhelo palpitando en mi corazón. Lo perdimos hace muchos años
y no me queda más de él que jirones de recuerdos que se van desmigajando conforme pasan
los días. Lo he visto en fotos, y se ve un hombre muy cariñoso. Era delgado y robusto,
como todos los hombres de mi familia materna. Hay gentes en el barrio que dicen que era
una persona pendenciera y de mala fe. De cualquier manera, debió ser un hombre
interesante. ¡Incluso papá me contó que había estado en la cárcel! Mi madre dice que el
día que anunciaron la muerte de Franco por televisión, él gritó de alegría, descorchó una
botella de vino y estuvo desaparecido un puñado de días. La familia de mi madre, en su
mayoría, se compone de maestros albañiles. Yo pienso que este oficio no es menos digno
que un señor que defiende a culpables o alguien que enseña a otros como yo; sólo que, en
estos tiempos, no es algo muy valorado por esta sociedad.
 

¿Os imagináis el mundo sin edificio o puente? Por ese motivo, creo que son
importantes.
 

Volviendo a la casa, se me olvidaba decir que, desde la cocina en forma de cuadrado
y suelo ajedrezado de baldosas marrones, se puede acceder a un gran patio de macetas
abigarradas. Yo lo llamo <<mi pequeño parque botánico>>. Un diminuto pulmón verde en
las tinieblas del hogar. Y, entre todas las macetas y herramientas y sobre el suelo
ajedrezado de baldosas marrones, deambula mi perrita Niebla.
 

Papá dice que jamás, bajo concepto alguno, debo ir al Cabezo del Conquero.
 

Aquel lugar es un cerro natural y desnivelado de suelo arcilloso y abrojos a menos
de diez minutos de donde vive mi abuela. Desde lo alto de sus muros de tierra, puede
contemplarse la marisma en todo su esplendor; las aves migratorias alzando el vuelo en
tropel o los reflejos cristalinos de sus aguas. Aquellos que han tenido la fortuna de
contemplarla durante el crepúsculo aseguran que es un espectáculo hermoso, tiznados de
matices carmesí y malva. Yo imagino que es como esos videos del National Geografic que
se venden en fascículos quincenalmente. A excepción, claro está, de las imágenes
ralentizadas y esas cazas de predadores exóticos sobre animales indefensos. ¿Sucedería
allí también? No es posible. Allí sólo viven mosquitos y peces. ¡Y los mosquitos no se
comen a los peces!
 

Me contó doña Mari Carmen, mi maestra, que, en tiempos, el Cabezo del Conquero
fue un túmulo Tartesio. Poco después tuvo que rectificar y decir que había sido un
cementerio. Que allí se depositaban los restos fúnebres y honraban las exequias -el pueblo
prerromano- cuando uno de sus habitantes moría hace muchos años.
 

“De hito en hito, Sara imagina el vasto terreno iluminado por la luz de la luna,
salpicado de puntos anaranjados que oscilan sobre sebo y tela sujeto a un trozo de madera.
Estos destellos aligeran la marcha hacia el corazón del túmulo, entonando cánticos
despotricados por la Iglesia Cristiana, y toman una pendiente hasta introducirse en una
cueva oscura: la garganta de la tierra. La llama ondea sobre la madera y a punto está de
apagarse por una racha de viento. Allí, los sacerdotes de Tartesios se arrodillan en torno
a huesos desgastados protegidos por piedras -con grabados místicos- e izan las plegarías
a sus Dioses.
 

En la cripta se honran a los muertos”.
 


                                                                  2
 

610 adC. La necrópolis de la Joya. Huelva.
 

Los hombres descienden durante la noche al túmulo encabezados por el gran rey
histórico Argantonio. Los sacerdotes van tras él, envueltos en túnicas de algodón y con
las cabezas a gachas. Entonan cantos. Cantos mortuorios. Esta noche un habitante de
tartesia ha sido asesinado.
 

El viento aúlla lastimoso bajo una luna inflada de gas. Por los flancos, se alzan
robledales y cipreses. No hay nubes. No lloverá.
 

En un calvero, situado entre la desolación y la desgracia, Nastarac llora la muerte
de su amigo. No ha vivido más que diez inviernos y, por tanto, no puede acceder con el
resto de los ciudadanos. Senerias, el difunto, tampoco hubiera podido acceder, pues no
era mucho mayor que él mismo si los papeles se hubieran invertido
. No obstante, él ha
sido asesinado. En breve lo inhumarían.
 

Nastarac sorbe por la nariz. Esta noche las exequias las esparcirá por las arenas;
rodeado de ancianos, mujeres y demás niños. Piensa que no es justo. Pero, ¿quién atiende
el pensamiento de un niño? ¿Qué sabe él sobre justicia?
Solloza. Solloza amargamente.
 

De un costado asciende una joven. Su silueta fantasmal se recorta sobre el
altozano. Tiene los ojos humedecidos y el alma salpicada de indignación. Cuando llega
hasta Nastarac, con el corazón palpitando furiosamente, lo abraza efusivamente al tiempo
que le besa las mejillas.
 

-Sabes que la condena está escrita en los versos de nuestras tablas, ¿verdad?
Restituirán el cargo de Sumo Sacerdote, y será él quien castigue este hecho.
 

Nastarac asiente. Asiente porque en ese momento no sabe hacer otra cosa. Tiene
el alma partida. El consuelo de la condena para el asesino no mitiga el dolor que padece
esta noche. El dolor de la soledad incipiente.
 

Esta noche sólo hay un perdedor: Senerias.
 

Su madre lo reconforta con su calor. Pero no es suficiente. Nastarac no haya paz
en la consternación ajena. Quiere sangre.
 

Necesita sangre.
 


                                                                     3

Papá dice que tengo mucha imaginación. Alguna que otra vez le he expuesto mis
hipótesis sobre cómo vivían nuestros antepasados, cómo se alimentaban o crecían sin todas
esas industrias y comodidades de ahora. Él, por su parte, me sonríe y no hace otra cosa
que rascarme la coronilla como si tuviera seis años. ¡Es entonces cuando me pillo un
berrinche de mil pares de narices y me escabullo para contarlo en mi diario!
 

A un flanco del cerro se alza <<la casa de los siete muertos>>. Tiene un nombre
espeluznante, tanto como la leyenda que en ella reside. Según se cuenta, una mañana
ventosa de esas…
 


                                                                     4
 

1937 d.C. Cabezo de la Joya. Huelva.
 

Era mañana ventosa de esas de perro en pleno mes de Abril. Cuando Miguel, el
más pequeñajo de la casa, despierta sobre su jergón de paja, Tomás Balvueno ya prepara
el desayuno para todos sus hermanos. No consiste más que en unas gachas y agua; algo
frugal que debe darles fuerzas para la jornada de trabajo.
 

La guerra nos está matando suele decir, embargado por la desazón.
 

Los jergones están arrebujados en torno al centro del salón, adonde se amontonan
ascuas que mantienen a raya el frío invernal. A un lado hay una despensa de doble hoja de
madera apolillada a la que sobran baldas y falta comida y, dentro, varias escudillas
astilladas y cucharas de madera. Los bacines están dispuestos al otro extremo. No es
mucho, pero da para vivir.
 

Al cabo de un momento, Josué, Jacob, Bernabé, Juan, Luisa, Carmen y Miguel
Balvueno están ataviados con sus vestiduras de jornaleros. Están sucias pero pulcramente
lavadas. La dignidad no va ligada a la riqueza repetía categóricamente su madre, antes de
sucumbir a la enfermedad.
 

Son labradores. Atados a la tierra por el caprichoso sustento que les permiten
vivir.
 

Jacob es el primero en salir. Su rostro ancho revela inquietud. Su silueta a
contraluz bajo el umbral se recorta por un momento y Tomás, al otro lado de la casa, tiene
una escalofriante visión: ve a su hermano muerto entre el follaje. Grita. Grita pero oyen
nada. Alarga la mano. Tiene la garganta reseca. Josué, con enseres al hombro, no parece
prestar atención en nada abandona el hogar taciturno en pos de Jacob y así, uno tras otros,
los demás, excepto Tomás. Entre las ascuas candentes y los jergones arrebujados, Tomás
está con las escudillas del desayuno en las manos y la desavenencia de la visión hurgándoles
las entrañas. Está solo. Con la calma de la que es capaz, camina hasta la despensa.
Entretanto, sacude la cabeza con violencia. La puerta de la despensa no se lo pone fácil.
 

Pese al frío, el sudor le empieza a chorrear por las mejillas. Acto seguido, se limpia
con el dorso del antebrazo y resopla atolondrado. Tiene el chaleco de hilos ceñido a la
pechera y dibujados cercos en las axilas. ¿De dónde venía aquella sensación?
Evidentemente, nada ni nadie va a contestar.
 

La visión. Maldita visión piensa mientras enfila la arteria principal que conduce al
exterior de la casa. El hogar es de dimensiones reducidas y de un solo cuerpo, por lo que
enseguida se sitúa bajo el vano de la puerta. Antes de traspasarla, vuelve a pensar en la
visión. Una vez en las afueras, un destello solar lo ciega por un instante. Todo se vuelve
rojizo y siente un escozor en los ojos. Cuando los abre, momentos después, advierte una
escena horripilante: en un altozano, sobre el suelo pedregoso, se alinean los jornaleros de
rodillas con ambas manos entrelazadas sobre la nuca. El viento sopla de costado y se ha
llevado todas las plegarias y los ruidos. Desde Miguel hasta el rudo Jacob. Varios pistoleros
rondan en torno a ellos como buitres. ¡Huelen la sangre! Tomás observa la pistola Star md
de 9mm en manos de un combatiente y teme lo peor. Otro destello es arrancado del cañón
de la pistola, aunque Tomás está prevenido. La visión. Son combatientes: ¿qué facción?
No lo sabe. Tampoco importa. El asunto no le gusta un pelo.
 

Antes de que pudiera exclamar súplica alguna, uno de los soldados, el que está
próximo a Bernabé, apunta el arma contra la sien del jornalero y la dispara. El ruido es
sordo y pegajoso. El dolor: agudo con un pinchazo. La bala se desliza del cañón tras el
destello y desaparece entre los sesos de Bernabé, dejando restos de hollín en un lado de
la cabeza. La mirada del joven se torna vacua y carente de vida. Instantes después, la bala
irrumpe desde el interior al otro costado de su cabeza, dejando un reguero de vísceras y
sangre. Todos gritan.
 

Tras el brutal asesinato, las mujeres son arrastradas y sepultadas entre la maleza
por nuevos combatientes que aparecen de la nada. Jirones de las vestiduras atestiguan la
crueldad intolerable y el reflejo inequívoco del Alzamiento en la Península. Ellas serán
violadas y asesinadas. No existe piedad en este tipo de actos.
 

Y, mientras tantos, sobre el calvero y entre las vísceras de Bernabé, Josué es
pateado y queda doblado por la mitad. Los forcejeos son continuos. El agresor desenfunda
un machete que pende de su cinturón y le rebana el pescuezo. Sin dilación. Tomás, por su
parte, prepara una embestida. Pero queda en eso. A pocas zancadas, un asaltante enfila
el arma y el olor a pólvora quiebra el ambiente. Tomás cae fulminado con un agujero en la
frente.
 

Juan, que hasta ahora se encontraba en la falda del altozano, lanza un mandoble
con una rudimentaria herramienta y consigue aplastar el cráneo a uno de ellos. Ahora sólo
son tres (sin contar con los dos que en ese momento fuerzan a las adolescentes).
 

Observa la pala: está manchada de sangre. Siente una oleada de frenesí
recorriéndole la espina dorsal. De pronto, cesa. Cesa porque siente una quemazón
deslizándose por su espalda. Al instante, las perneras se le empapan de sangre y divisa un
orificio que asoma en su pecho –orificio de bala. Su batalla ha terminado. Dos disparos
constatan el fin de los gritos y la contienda.
 

El altozano se tiñe de sangre. La sangre de los Balvueno.
 


                                                                           5
 

Y así, uno tras otro, los siete hermanos hallaron su muerte al cobijo de su hogar.
Esta leyenda lleva décadas vigentes entre los habitantes de la ciudad de Huelva y cada
vez que la recuerdo los pelos se me ponen de gallina. A veces pienso que la vida no es
justa con todos; otras, que todas estas historias de medianoche son patrañas que se
inventan las gentes que no tienen nada interesante que mostrar. Tal vez la narración
busque desacreditar a los vencedores o estigmatizar a los vencidos. No lo sé.
 

Hoy es un día gris de Enero del 1998 y se cumple un año desde que visité la casa
de los Balvueno. Aún se alza. O aquel lugar adonde Nastarac lloriqueó por Senerias hace
tantos y tantos años. Hay una impronta malévola en este escenario.
 

Recuerdo aquel día en que me armé de valor y fui…
 


                                                                            6
 

Despierta.
 

Está sola. Lo deduce en el momento en que no percibe movimiento alguno
(mientras se halla en la duermevela). También deduce que su abuela ha salido a comprar y
su tío, probablemente, está construyendo un muro de ladrillo en cualquier barrio de la
capital.
 

No sabe qué hora es.
 

Tras un instante inicial en el que contempla firmemente la posibilidad volver a
dormir, desecha la idea y se incorpora. Le apetece caminar. Estirar los músculos.
 

La casa está a oscuras.
 

Al cabo de un momento, decide ir a la cocina. Le ha entrado apetito. Cuando la
luz del frigo se enciente al abrir la portezuela, advierte una figura bajo el arco de la entrada
donde momentos antes había estado. Da un gritito.
 

-¿Qué haces tan temprano?-pregunta Héctor somnoliento.
 

-¿Es que no tienes nada mejor que hacer que asustarme?
 

Héctor se encoge de hombros. El chico es dos años mayor que ella, de rostro
anguloso y tez morena, y ha venido a pasar varios días con su abuela. Tiene una barba
incipiente que porta con orgullo.
 

-No sabía que eras tan endeble de corazón- se mofó-. He oído un ruido y he
venido hasta aquí.
 

Sara desoye a su primo, que ha venido a pasar unos días con la abuela, y atrapa el
tetrabrik de zumo. Le ofrece zumo y Héctor asiente. Hacemos un buen equipo.


Sara y Héctor se sirven un vaso y se asoman al patio. Está todo a oscuras. Incluso
Niebla duerme.
 


Al amanecer Niebla despierta en el patio de macetas de casa de la abuela, en ese
momento, Héctor y Sara ya caminan rumbo al cerro. Héctor está vestido con ropa
deportiva; un pantalón de chándal y una sudadera Reebok de color celeste que acentúa su
tez aceitunada. Sara, por su lado, lleva un vaquero Levis y una blusa negra. Inicialmente,
Sara propone contemplar la marisma durante las primeras horas de luz. Algún niño le ha
metido en la cabeza esta idea. En el fondo, concluye, le importa un rábano esto, aunque
no lo ha confesado, ni siquiera en su diario. Lo que interesa a Sara es inspeccionar los
aledaños de la casa de los siete muertos. Se siente ávida de emociones. Pronto reanudaría
el curso escolar y no había nada que contar a sus compañeros en ese concurso pueril de
aventuras veraniegas: ¡sería la más sosa de la clase! ¿Cómo captaría la atención de su
Ángel en ese caso? Un acto como aquél debía cubrir al menos el primer trimestre.
 

Entre tales cavilaciones, arriban a la falda del cerro sobre las 6:40 de la mañana.
Están sin resuello, sudorosos, por lo que deciden descansar unos momentos sobre un tocón
nudoso. El ascenso es empinado y necesitan recuperar el aliento.
 

Los fugaces tonos rosados palpitan en el cielo y el silencio, antes mortecino, se
quiebra paulatinamente; primero el canto de un gallo, el rebuzno de un asno en los establos
y luego motores de cuatro tiempos.
La sociedad está despertando.
 

-No tenemos tiempo- urge Sara.
 

¿Tiempo para qué? Se pregunta Héctor entre resoplidos. No tenía ni tiene interés
en la loca ventura, pero apenas tiene opción. Al menos una que pusiera a salvo la dignidad
de un niño, ya que Sara se burlaría indefinidamente de él. Se restriega los ojos con los
dedos y se pone en pie. Acto seguido, aspira el aroma de la tierra mojad.
Los senderos discurren intrincados a ambos flancos, entre juncos, guijarros y
piedras. Existían cientos de asideros sobre los que escalar. La cuestión estribaba en
escoger aquél que supusiera firme sujeción.
 

Ascienden.
 

En mitad del cerro, Héctor se detiene con un nudo ostensible en la garganta. En
el altozano ha divisado la casa y es entonces cuando advierte la mentira de Sara. Se enoja.
En esos momentos, Sara ha enfilado un afluente de tierra que conduce directamente al
umbral y se encuentra más allá de toda reprimenda. A la marisma, ni media mirada. Tiene
los ojos puestos en la fallada.
 

La edificación no es más que ruinas. No obstante, aún quedan los pilares y algún
que otro ladrillo hace de pared. El suelo está cubierto de porquerías: ladrillos, escaras,
muebles desportillados y basura. La techumbre ha cedido por el desgaste de los años.
Cascotes y desperdicios. La maleza ha forrado parte del viejo edificio.
 

Sara alcanza el rellano.
 

-¡Baja ahora mismo estúpida niña! –
 

El eco de su voz le hace padecer un escalofrío.
 

Sara esboza su amplia sonrisa. Se la ve feliz. Exultante. Los bucles le caen ante
los ojos y se la ve jovial.
 

-¿No me digas que no es emocionante, querido primo?
 

Ríe. Sin embargo, no puede aliviar el hormigueo que le hurga el estómago.
 

Héctor ase el último asidero y se impulsa a tierra firme. No, no es emocionante,
maldita niña
. Tiene despellejadas las rodillas y el pantalón. Entre tanto, alterna insultos y
bocanadas de aire que refrigera sus pulmones. Sara lo espera en el umbral; a espaldas de
las gélidas ascuas de hace tantos y tantos años. El sol casi ha salido y los reflejos cristalinos
se imprimen sobre la marisma, cuán espejos quebrados. Héctor, olvidando el enojo inicial,
hace un gesto hacia el agua y sonríe socarronamente: ¿no querías esto? Sara niega con la
cabeza y arquea las cejas.
 

Ambos ríen.
 

Y, cuando existe esa complicidad entre miembros de la misma sangre, Sara dibuja
una mueca deforme. ¡Una figura borrosa aparece de la nada para colocarse a espaldas de
Héctor! Es purpúrea y del tamaño de un niño. Entonces, le asalta una visión: Héctor
tropieza inexplicablemente y se precipita al vacío. El niño es ajeno a todo, aunque se
asusta por la extraña expresión de Sara.
 

La visión. ¡Maldita sea!
 


Un grito desgarrador arranca a Sara de su estupor. ¿Cuánto ha pasado? ¿10
minutos? ¿30? Se le ha petrificado el cuerpo y ha estado fuera de sí no sabe cuánto tiempo.
La visión. Ahora, frente al rellano, Héctor balancea los brazos y se inclina peligrosamente
hacia atrás. ¡Está al borde de una caída libre! Su rostro se ha trocado hasta convertirse
en una máscara de agonía. Entorno a sus pies, los juncos se arremolinan en forma de
espiral y, tras unos segundos en el que Sara nada puede hacer, cae (arrastrado por el
fantasma que nadie más ve) hacia atrás. Sara pretende echar a correr, pero no puede. No
la dejan
. El grito de Héctor adquiere una cualidad dual que choca en los oídos de la niña
hasta converger en un ruido sordo. Cesa, excepto la culpa. Los juncos salpican el cielo y
se esparcen más allá de toda realidad, junto a los mosquitos. Entonces, un helor atraviesa
el joven cuerpo de la adolescente hasta posarse, como un halcón, sobre su hombro
izquierdo.


Solloza. El dolor es punzante pero no trata de liberarse. Su primo ha caído al
abismo y no consigue encauzar la angustia que se le vierte en el corazón. ¿Qué importa si
alguien queda tras ella? Aún no ha echado a andar. Tampoco se gira. Siente miedo. Miedo
de asomarse y ver los desperdicios de carne y hueso en que debe haber quedado Héctor.
Miedo de toparse con aquel febril ente que se ha esfumado junto a la vida de su primo.
¿Qué va a decir la abuela? ¿Y papá?
 

Una lágrima le rueda por la mejilla. No te acerques al Cerro, advirtió su padre.
¿Por qué lo había desobedecido?
 

Y, cuando se dispone a caminar hasta la linde del altozano, discierne en el interior
de la casa la misma silueta diáfana que propiciara la tragedia. Se aleja y se iza sobre los
desperdicios inmundos. Una nube de moscas zumba no lejos de allí. ¿Irá a por ella? Pese
a estar a varios metros, Sara sabe que ese le ha hecho daño en el hombro. También sabe
quién es, aunque los hallan separado varios milenios. Ahora lo entiende. Ahora se calma.
 

El sol matinal irrumpe y alumbra el interior mientras el zumbido de los moscones
se entremezcla con el hedor de los desperdicios, revolviendo el estómago de Sara.
Desechada la idea de asomarse al vacío, a pesar de estar a medio camino, y franquea las
puertas de la casa. Está absorta y obstinada en no sabe qué, pero sigue caminando. El
fantasma aguarda estoico, inamovible, oscilándole continuamente la tonalidad purpúrea de
sus vestiduras. Viste con una toga.
 

Cuando la niña sobrepasa el vano de la portezuela, advierte un flujo sobrenatural
que desprende las paredes y el suelo. Una especie de resonancia etérea y enloquecedora
que hiela la sangre y peligra la cordura.
 

-Te he visto en mis sueños. ¡Tú! ¿Por qué has hecho eso con mi primo?-a Sara le
tiembla la voz.
 

Silencio.
 

-¡Contesta!
 

Una vez cerca, Sara ve las lágrimas del fantasma. Orillan desde unos ojos
abismales, sin iris ni pupila. Dos cuencas vacías. De ellos emana tristeza; una tristeza
acentuada con el paso de los siglos. La criatura tiene el cráneo parcialmente hundido.
 

-Huye-ordena con voz metálica-. Huye.
 

¿Qué huya? El fantasma ha matado a su primo y las alas de la muerte planean sobre
ella. ¿Qué está pensando? Le resta toda una vida. Puede olvidarlo todo y empezar de cero.
No obstante, irse no le parece lo más adecuado. Necesita respuestas.
 

-¿Por qué?
 

Tras una pausa marcada por el silencio, Sara hace acopio de valor y se encara con
el niño.
 

-Mátame si quieres, pero quiero saber la verdad.
 

El fantasma hunde la cabeza entre las manos y solloza. Por primera vez, parece
humano. O no parece un asesino.
 

- Huye por favor. Si te quedas aquí, acabarás haciéndote daño.
La casa, umbría y de un solo cuerpo, se ensombrece como si hubieran puesto un
velo opaco desde el exterior. Las fisuras de las paredes, tras las cuales se filtran rayos de
luz, ahora se obstruyen. La sensación enloquecedora no mitiga; por el contrario, el aire se
vicia y eriza el vello de Sara. El fantasma da un paso y habla:
 

-Mi nombre es Nastarac. Soy un habitante de Tartesia.
Sara abre los ojos asombrada. ¿Es posible? Tartesia desapareció de España hace
muchos, muchos años. No es posible que un habitante sobreviviera. ¡Ni siquiera un
fantasma!
 

- ¿Cómo logro entenderte pues? Si es verdad eso que dices- es lo primero que se le
ocurre, pero entonces lo sabe. Nastarac contesta algo pero no abre la boca. Se
comunican de alguna manera; pero no desde luego en español. Telepatía o algo
similar.
 

Nastarac relata los acontecimientos que envolvieron la muerte de su amigo
Senerias. Cuántos sufrimientos padeció y cuánto imploró el castigo para los asesinos.
 

-No sé en qué momento los Dioses me oyeron; en qué momento mi corazón dejó de
latir y mi cuerpo se hizo insustancial. Mi alma abigarrada se enraizó en torno a la
cripta de Senerias; guardián de la soledad y un heraldo del padecimiento que sufrí.
Los Dioses atendieron mis súplicas, pero en nada convino a lo que deseaba.
 

>> Había pasado más de dos meses desde aquel suceso. Los viejos sacerdotes
prometieron que el usurpador sería preso y, posteriormente, juzgado de acuerdo con
nuestro sistema de leyes: las tablas.
 

>> Lo buscamos. Finalmente, varios campesinos toparon con el indeseable en la
arboleda junto al río, y fue conducido hacia nuestros jueces. Vestía harapos y tenía las
manos manchada de sangre. Dijo no saber porqué.
 

 >> Tras horas de discusiones en que se decidía el destino del malhechor, éste huyó,
descuidado de sus opresores y escurriéndose entre las sombras de la noche. Galopó largo
rato hasta que, extasiado, se recostó sobre un tocón. Respiraba agitadamente.
 

-¿Cómo sabes que estuvo echado sobre el tocón?
 

Nastarac fija sus ojos en los de la niña. Sara advierte que es desconcertante. Esa
mirada perdida y lastimosa la carcome desde dentro. Se ha olvidado completamente de
Héctor. Nadie le iba a echar en falta en las próximas horas.
 

- Porque yo lo hallé- afirmó con rotundidad. Sara da un brinco.
 


>> Francamente, he de decir que sentí un enorme alivio cuando di con el cautivo.
Había rezado día y noche para que los Dioses me dejaran contemplar los ojos de aquel que
me había arrebatado parte del corazón. La inquietud no me dejó dormir y salí a caminar
por el bosque. Los dioses me condujeron hasta él.
 

>> En un primer momento, el asesino quedó atemorizado. Debió imaginar que todo
el peso de un pueblo caería sobre sus hombros y que los gobernantes nada pudieran hacer;
sin embargo, esta tensión se diluyó en cuanto se percató de mi aspecto juvenil, la flaqueza
de mis músculos no eran nada comparado con la agresividad del asesino. Me habló que
confabulación de los sumos sacerdotes. Falsa justicia.
 

>> Antes de que el malhechor se irguiera, enarbolé una tosca lanza y apuntalé sus
sesos. Su cabeza crujió y un terrible gorgoteo surgió de su garganta. No dejaba de mirar
la lanza, y mis ojos. Sonreí. Era la primera vez que los Dioses me habían oído.
 

>> Recuerdo como se le dilató la mirada y los ojos se le volvieron vacuo. No cesaba
en escupir sangre. Entonces, me apiadé de él. Adquirió el aspecto de un venerable anciano;
cabello blanqueado, las cejas pobladas y el rostro arrugado de tanta conspiración.
 

>> -Por Senerias, maldito bastardo.
 

>> Quiso decirme algo. Prorrumpió en una suerte de ritual o algo así que me ató a
la tierra. Blandí la lanza y ensarté a mi víctima hasta que apagué sus lamentos. Acallar al
anciano me produjo paz.
 

Nastarac se detiene. Sus vestiduras, así como su piel translúcida, ondean.
 

-Con el paso de los años, descubrí que ese no era el asesino. La evidencia de las
pruebas no era más que el artificio de mi sed de venganza. Los dioses me había
engañado.
 

Sara no sale de su estupor. Nastarac prosigue.
 

-Senerias era una víctima. No murió por azar a manos de un asesino desesperado.
 

-¿Quién era pues aquel hombre?-Sara toma un fragmento puntiagudo de plástico:
un antiguo bacín.
 

-¿Aquél?-tras unos segundos, repone-. Un sacerdote.
 


El sol ha llegado a su cenit y comienza a declinar. La casa está en penumbras. El
olor es insoportable, al punto en que Sara vomita varias veces. Nastarac aguarda
inamovible.
 

-Senerias fue asesinado por descubrir la conspiración de los sacerdotes. Éstos
tenían la necesidad de inculpar a Teogus –el preferiti del pueblo-, el sacerdote al
que di muerte, para que no resultara elegido sumo sacerdote. Era el más anciano
de toda la cúpula; dotado de una bondad límpida y de un temperamento ecuánime.
Le tendieron una trampa. Quisieron juzgarlo por sucumbir a pecados carnales. La
madre de Senerias acusaría al viejo… el niño tuvo la desgracia de contemplar el
montaje.
 

>>A mi amigo le mató su madre, asesina confesa, ya que lo dejó escrito en una
nota poco después de colgar en un árbol por propia voluntad. Del asesino juzgado y
huido… una artimaña exitosa. La acusación de pecado carnal sobre el viejo no se produjo,
aunque se improvisó secuestro y tortura al viejo sacerdote para luego soltarlo
desconcertado como un animal. Yo hice el resto por error.
 


Sara enarbola, desesperada, el pedazo de bacín. Ha cambiado de táctica. Ahora
pretende tomar venganza. La estancia está ensombrecida, pero cree capaz de hallar el
sendero que conduce hasta Nastarac y poner fin a este abismo de locura.
 

El fantasma la mira. ¿Culpa? Sara se lanza hacia la criatura, tropieza, y cae de
bruces sobre los andrajos despotricados del suelo. El bacín salta y desaparece en lo más
hondo de la noche. La niña está inmóvil. Se ha pinchado con la hoja de una pala el cuello.
 

Nastarac se agazapa a su lado. Por el cuello, le mana sangre a borbotones.
 

-Debiste huir.
 

Sara habla, pero no sale más que un hilo de sangre por la comisura de sus labios.
 

-Aquel sacerdote vertió una horripilante maldición sobre mí -susurró
ininteligiblemente-: <<A los Dioses encomiendo vuestra alma por dar muerte al
inocente. Yaceréis como guardián de vuestra obsesión y seréis condenados a dar
muerte a todo inocente al que alcancéis. Sufriréis el tormento que me hacéis padecer
y copiaréis sus heridas en vuestro cuerpo. Con este ritual, yo os obligo enraizar
vuestra alma maldita a este túmulo>>.
 


                                                                           7
 

Un mes después de la muerte de Héctor Sara abre los ojos 

No sabe dónde está. Entre el murmullo de voces apagadas, oye:
 

-Menos mal que estás viva… pobre Héctor.
 




La Casa de los Siete Muertos es una versión de la leyenda urbana que se ha
contado entre los habitantes de Huelva. Una visión especial trenzada con la antigua cultura
que compartió este territorio con nosotros.
Es lo menos que podía hacer con este cuento inquietante: estropearlo.
Este relató lo acabé el 29 de Julio de 2008, escasos días antes de mi boda.

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